20/09/19 - 04:14
Luis Alberto Arista Montoya*
Cualquier país democrático (nacido de las urnas por voluntad de sus electores), que funciona regido por el principio de división de poderes, y bajo el paraguas de una Carta Constitucional, por más consolidado que sea es frágil en sí. Esta es una situación paradójica. Los últimos casos son emblemáticos: Los EE.UU con el gobierno desestabilizador de Donald Trump; España cuyos partidos no pueden formar gobierno hasta hoy; Inglaterra, cuyo iracundo jefe de gobierno recesa el Parlamento para apurar el brexit (una salida apresurada de la Unión Europea), y muchos otros países supuestamente democráticos gobernados por populismos de derecha o de izquierda.
Esta paradoja se acentúa aún más cuando el proceso democratizador está en transición, como es el caso peruano que en este momento se debate entre si habrá o no elecciones políticas adelantadas. Cunde amenazas y desconfianzas.
Si concebimos la democracia como un proceso de democratización permanente, es decir, de participación progresiva de todos los sectores (y actores) en los asuntos que los afectan cotidianamente, debemos colegir que la libertad de expresión crítica (vía libertad de prensa) es y será la mejor guardiana para que ese proceso de profundice y se perfeccione, sin desfiguraciones: evitando la diatriba y el vituperio del opositor o contrincante.
No es cierto que la crítica al Poder (y a los poderosos o empoderados) haga daño al país porque estaríamos haciéndole el juego a los enemigos de la democracia. Pues, si la savia de la democracia es la crítica- siempre y cuando esta sea una crítica fundamentada- censurar su ejercicio es condenar a que la democracia se degrade y se precarice. No se trata de “enriquecer” la democracia mediatizando o reduciendo el espacio del pensamiento crítico. Al contrario. La única forma de conservarla es buscando ser más democráticos: dialogar, dialogar y dialogar, sin tirar la toalla de la tolerancia. Concertar (con argumentos) para lograr entendimientos intersubjetivos e intergrupales con vistas a llegar a consensos mínimos. Pero se trata de dialogar sin cálculos subalternos, sin cortapisas, por más “razones de poder” que se esgriman.
A este proceso de acción comunicativa voluntaria y racional el filósofo alemán Jürgen Habermas lo denomina Ética Discursiva, base de una ciudadanía constitucional dentro de una democracia liberal en que cada ciudadano respete la Carta Constitucional Política que regula su vida cívica…Esta es la lección que nos enseña el maestro alemán que acaba de cumplir 90 años, en plena vigencia. Este editorial va en homenaje por su apuesta a favor de una Lógica del Consenso. Ningún político peruano, que se precie ser un demócrata moderno debería dejar de leer su Teoría de la Acción Comunicativa. Es impostergable. Es perentorio. Para ir formando una clase política con clase.
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*EDITORIAL. Para Radio Reina de la Selva. Lima 20 de setiembre del 2019. Luis Alberto Arista Montoya