18/06/18 - 04:20
Pastillita para el Alma 31 – 05 – 18
Cuando desaparece un ser querido, no hay palabras que traigan consuelo, no hay un abrazo que mitigue tu dolor. Nada alivia la pena, ninguna cosa hace desaparecer la ausencia del ser que partió para no volver.
Las muertes que más duelen y nunca jamás tienen una compensación, a la tristeza y pena que originan, son aquellas inesperadas, las que se producen como resultado de un accidente o de una enfermedad violenta, como un infarto cardÃaco, un derrame cerebral, inclusive un atoro, accidente de atragantamiento, que generalmente, se presenta en los infantes y aún en las personas de la tercera edad.
Estas muertes súbitas, por enfermedades violentas, en los últimos tiempos, por el incremento de los estados de tensión, han aumentado considerablemente en su frecuencia, inclusive soy testigo de excepción en jóvenes deportistas, que después de un ejercicio donde consumen mucha energÃa, al tomar una bebida helada, han muerto por un paro cardiorrespiratorio fulminante, quedándose en la cancha, ante la sorpresa de amigos, que solo atinaron en conducir al enfermo a una clÃnica o un hospital a donde llega cadáver.
Acá en la capital de la república, los velorios, la mayorÃa de las veces, son reuniones sociales, en las que en la sala del velatorio, se guarda discreta compostura para no herir la susceptibilidad de los dolientes y esperar que ellos nos vean para evitar resentimientos y luego salir a buscar a los amigos y paisanos para conversar y ver las coronas de flores, de aquellos que creen que mientras más flores tiene, el muerto ha sido más querido o esperar la tacita de café con sus galletas de soda, mientras son las diez de la noche, hora en que cierran el local y todos tienen que retirarse a su domicilio, inclusive con los dolientes, sin ninguna excepción.
En nuestra tierra, pienso que, aparentemente, hay más respeto por despedir a nuestros muertos, que pasan a ocupar un lugar en el más allá. ¿Cómo olvidar el clásico farolito en la puerta de la casa del difunto, el zaguán y la entrada de la vivienda bien regada. Las señoras y los caballeros con vestido negro, bien acicalados y muy serios. Las damas con su velo y manto negro, que les tapaba media cara. El olor a las azucenas y del incienso que ardÃa en una pequeña vasija de arcilla, que reventaba con chispas que se elevaban desprendiendo su aroma, al igual que las velas de Castilla, al lado del féretro, que casi siempre permanecÃa tapado. Los tules y los organdÃes de la capilla ardiente daban la impresión de un verdadero santuario, en cuya cabecera siempre estaba un crucifijo, muchas veces prestado de alguna de las iglesias o cuando el difunto era un infante, allà estaba el Niño Jesús del profesor Gilberto Tenorio. No habÃa ningún cuadro en las paredes y los que no se habÃan logrado retirar, estaban cubiertos por un velo negro. Los deudos generalmente estaban sentados en sillas o en un sofá, en uno de los extremos de la sala, donde recibÃan el pésame. Las plañideras, o sea las mujeres, muchas de ellas contratadas para llantear, a veces ponÃan la nota curiosa, cuando olvidaban el nombre del difunto o contaban algunas anécdotas o se referÃan a los dolientes que se quedaban huérfanos y sin amparo.
El tono de estos mensajes jamás se borrará de mi mente. “Pobrecito el quellamito, tan buenito que era, cuando habÃa fiesta dur dur bailaba en la sala†“Que será ahora de su viuda que se queda desamparada con sus criaturitas, pero felizmente tuavÃa es joven y sabrá defenderse†“Lau lo que se ha fregao la vecina, que ya no tendrá a quien quitarlo su plata dándolo chicha vieja poshco, poshco lo que se derramaâ€
A las 11 de la noche llegaba un curita para rezar el Rosario Doloroso o un beato que decÃa el rezo. En todo momento las personas encargadas o don Moshico, si el difunto era acomodado, invitaban café con rebanadas de biscocho o cemitas con sus rajitas de queso fresco. De vez en vez pasaban en azafates de loza, con su borde de aluminio, copitas de Oporto o mistela y a los varones les entregaban sus botellas de trago, los cuales prudentemente se retiraban a un rincón del patio y contaban los chistes colorados o cuentos de muertos y aparecidos, mientras chacchaban coca y esperaban las seis de la mañana para tomar el caldo de gallina con su buena presa, con bastante ajà al gusto y su lapa de purtomote o shipashmote, de acuerdo si era o no época de choclos.
Los muertos se enterraban después de haber sido velados tres dÃas y el ataúd, salÃa en hombros de los dolientes y de los amigos que se turnaban para cargar, generalmente hasta la iglesia de San Lázaro en la plazuela de Belén donde se hacÃa la misa de cuerpo presente y de acuerdo, si la misa era cantada se lucÃa con letrillas en latÃn don Emilio que tocaba el melodio.
Siempre habÃa niñitas con vestido blanco llevando las coronas, presidida por algún familiar de sexo femenino que llevaba una corona en forma de corazón, que iba detrás del curita para estar presente en el momento de la sepultura. Las cintas que colgaban del ataúd, también era motivo de comentario, porque siempre eran llevadas por las autoridades que iban al sepelio o por los notables que se creÃan con derecho y deseaban aparecer en la foto, tomada por don Calixto Herrera, don Miguel Reyna o don Augusto Jiménez y en los últimos tiempos por don Wenceslao Cabañas.
El momento cumbre era cuando el féretro bajaba al interior de la tierra, para convertirse en el polvo de donde habÃa venido. Los llantos aumentaban, los lamentos se hacÃan más intensos y se tiraban al foso las coronas, pero previamente el que hacÃa los ataúdes, sacaba del exterior del cajón, los adornos de metal envejecidos con el tiempo. Los que habÃan hecho el foso empezaban a tirar la tierra, que caÃa con un sonido lóbrego sobre las tablas del cajón cuando los enterradores golpeaban con un mazo la tierra que iba llenando la fosa, momento en que los deudos se retiraban, para recibir el pésame e invitar en forma discreta a algunos acompañantes distinguidos para llevarles a almorzar en la casa del difunto, donde las cocineras han preparado caldo de gallina con fideos y papa amarilla en una paila, un seco de carne con arroz y yuca, bastante purtomote y desde luego copitas de aguardiente o de vino Sauternes.
El velorio duraba diez dÃas y la gente que asistÃa se reunÃa en la sala charlando anécdotas y acontecimientos del difunto y saboreando turcas, empanaditas, aceitunas, las copitas de mistelas, vino Oporto, o de aguardiente puro de caña. A las 10 de la noche se rezaba el santo rosario, después se servÃa una tacita de café y lentamente la gente empezaba a retirarse, mientras los deudos, tendÃan sus petates en el suelo, colocaban sus colchones para dormir en la sala donde se habÃa velado el difunto. El décimo dÃa se celebraba la misa de 10 dÃas, que generalmente era en la catedral, con concurrencia de amigos invitados con tarjetas de duelo con sus bordes de color negro. En la noche después del rezo y el rosario se retiraba el farolito de la puerta de la casa que era señal de duelo.
El dolor por la partida al más allá de un ser querido es difÃcil de describirlo, el cual se intensifica, cuando la muerte es inesperada y violenta, tal vez, este dolor se mitiga en algo, cuando viene después de una enfermedad larga, que a veces dura meses y aún años o de una agonÃa prolongada, ante una dolencia incurable, en el que se ve sufrimiento real del paciente y de los familiares. Las palabras “Mi sentido pésame. Te acompaño en tu dolor. Al fin ya descansa de su sufrimiento. La vida continúa, tienes que sobre ponerte. Acepta mis condolencias. Ya tienes un ángel en el cielo que vela por ti y etc†En el libro “Funerales†de Emily Post, escrito en 1922, describe una serie de frases que se usa para dar el pésame.
Sin embargo, un corazón roto, jamás sana con una palabra y las frases piadosas, bonitas y bien intencionadas, dichas por los amigos y familiares, serán siempre incapaces de llevar consuelo a una alma destrozada por la muerte de un ser querido. El dolor metido en nuestra carne permanecerá intacto, tal vez el tiempo puede disimular el sufrimiento que a uno lo agobia, pero jamás de los jamases, será capaz de desaparecerlo…, siempre estará latente y en las sombras de las noche, en la penumbra que se filtra por el marco de una ventana, se dibuja el rostro de tu ser amado que lentamente se difumina en la nada y es el momento que el dolor intenso te desgarra el alma y donde nadie te ve, nadie sabe y a ninguno lo importa, rueda de tus ojos una lágrima, de las miles, que caen permanentemente hacia adentro.
Aprendà a dar el pésame, con un apretón de manos, una mirada piadosa, un abrazo y sin una palabra de mis labios, pero con frases de dolor dichas del corazón, que no se escuchan, pero se sienten.
Jorge REINA Noriega
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